La envidia

Todos somos iguales ante Dios, pero cuando él le otorga algo a alguna persona es porque así se lo ha ganado, y debemos sentir alegría por ello sin juzgar y mucho menos desear sin un esfuerzo propio  lo que a otros les ha costado tener, en caso contrario, estaríamos pecando de envidia.

El pecado capital de la envidia se caracteriza por un deseo insaciable de tener y desear lo que otros tienen porque no se tiene o se carece de ello.

La envidia puede hacer que el corazón se encuentre con sentimientos de maldad generando rencor, avaricia, odio, frustración o tristeza por  la buena fortuna de alguien.

Incluso conlleva acciones como críticas, ofensas, rivalidad, hipocresía, venganza y difamación, que pueden derivar trastornos en la personalidad como la cleptomanía, desdicha, mitomanía o malevolencia.

El origen de la envidia se genera en la frustración que genera la dificultad de conseguir logros en la vida.

Estas emociones negativas que nos hacen caer en la oscuridad del pecado, al desear algo del prójimo que no necesitamos, nos aleja de la vida cristiana y por ende de Dios.

¿Cómo nos podemos librar del pecado capital de la envidia?

La virtud más importante para contrarrestar este mal es la caridad, que es amar a Dios por encima de cualquier cosa y al prójimo como a nosotros mismos, abriendo y elevando nuestro corazón a Dios.

«Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis’’ Mateo 35:25.

La caridad no es dar porque nos sobra algo, es ponerse en el lugar del otro sin buscar nada a cambio, solo disfrutamos amando a Dios.

Si hacemos el bien con amor y buscamos el bien con amor, Dios será nuestro bien y objeto de amor que nos recompensará con el don de la vida eterna.


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